
La escalera siniestra
28 agosto, 202311:15 pmAutor: José de Jesús AlvaradoColaboradores Cultura
¿Cómo has caído del cielo, oh lucero de la mañana, hijo de la aurora?
Has sido derribado por la tierra, tú que debilitas a las naciones.
Isaías 14:12.
-ESPANTAN –¿DÓNDE? -EN LA ESCALERA DEL CASTILLO DOS. – ¡EL EDIFICIO ESTÁ EMBRUJADO! –COMENTA LA GENTE. José de Jesús Alvarado
Capítulo I
Eran dos edificios gemelos de dos plantas, que asemejaban unos castillos de ladrillo, el de Dios que había sido el Hospital Memorial Dale y el mío que fue cuartel. Estaban distantes uno del otro, ambos en los terrenos de la casa de don Pedro Hernández. En la residencia había bancas, pajareras, fuentes, un establo, pesebres para caballos finos, era un naranjal que abarcaba una gran manzana. Llegaron mis mascotas, los patos silvestres, la cantidad de aves eran un enjambre y para que nadaran, don Pedro les mandó construir un lago bajo la sombra de un árbol de moras. Eran parte de la mansión ubicada en la calle Real.
En el castillo dos, me recreé con el cuartel del 17 Regimiento de Caballería cuando llegó el general José Manuel Lacarra Rico a combatir la rebelión de Saturnino Cedillo. Por las mañanas, los soldados leales a Lázaro Cárdenas partían a la sierra en busca de los alzados que comandaba el mayor Prisciliano Méndez. Otro contingente, hacia La Rivera para perseguir al mayor Felipe Martínez. Los militares regresaban con algunos cedillistas prisioneros, los cuales eran sometidos a tortura. Se escuchaban los quejidos de dolor y el traqueteo estrepitoso cuando los dejaban rodar por la escalera como si fueran rocas que se despeñaran por un barranco y en las madrugadas eran fusilados atrás del edificio. Los vecinos, aunque vivían retirados, escuchaban los quejidos del tormento que sufrían los prisioneros. Oscura la mañana tronaban las descargas de fusilería. Pero el general Lacarra Rico contestaba que no se alarmaran, que los soldados sólo practicaban, pero nadie le creía.
Cuando se apaciguó la región, el ejército se retiró. Entonces, don Pedro le prestó la planta superior del castillo a su medio hermano, Alfredo, un tipo alto, delgado, con pantalón de gabardina beige y como le gustaba mucho la cacería y la pesca, por lo regular usaba unas botas que se sujetaban con unas largas agujetas, atadas desde el empeine hasta cerca de la rodilla, además coleccionaba rifles, escopetas y anzuelos. Es como se entretenían mis huéspedes en asuntos banales, más con los vicios que les sembraba y se olvidaban de su efímera realidad. Alfredo contrató a una sirvienta llamada Elpidia, una mujer morena, de buen porte y mediana edad, vestía el clásico delantal con el emblema de la Casa Hernández, era de carácter afable, por lo que mucha gente la estimaba.
La planta baja del castillo la ocupó la señora Blavatsky, mi súbdita, una mujer ataviada de negro, en un cuarto tenía un altar con una cruz invertida, velas negras, un cráneo sobre el ara donde hacía las invocaciones. “Te conjuro Satanás, príncipe del mundo terrenal, espíritu del mal, amo de los infiernos, ven a mí, necesito que vengas”. Entonces me presentaba: «aquí estoy, desde que Miguel y sus generales me recluyeron en la tierra, estoy presto a cumplir tus peticiones». Sin que me vieran, recorría todo el edificio, donde salían los olores a ramas de pirul y romero. Además, Blavatsky tenía colgados muñecos de trapo en un tablero con espinas clavadas y sus clientes se marchaban recelosos con un mal sabor. Decían: “la señora practica la magia negra e invoca al diablo, se le puede revertir el mal, cruje la escalera sin que nadie la toque”.
La escalera era recta, sin descansos, con un diseño gótico acabado en madera de cedro, algo deteriorada. Pasamanos suaves que terminaban en gárgolas modeladas a mi imagen y semejanza. Los peldaños astillados crujían cuando se usaban. A Elpidia le daba miedo porque percibía mi presencia.
Una noche reencarné, Elpidia lanzó un grito desesperado y se desmaya. Cayó al pie de la escalera. No obstante ser una mujer de mediana edad y fuerte, quedó inconsciente. Alfredo bajó con sus grandes botas y su arma a ver qué sucedía. Enseguida tiró el rifle al suelo para auxiliar a Elpidia, a quien cargó hasta la recámara. Llegó el médico, Arturo Méndez y la enferma tuvo una pronta recuperación.
Alfredo intrigado por el repentino desmayo, le preguntó.
–¿Qué te pasó, Elpidia?
–Siñor, pretendí trepar por la escalera, antonces se me afiguró una imagen rara que se me arrendó como las bolas de lumbre que bajan de los cerros y pos me asusté.
Elpidia murió al siguiente día. Alfredo, sugestionado, le preguntó al médico que certificó la muerte.
–Doctor, ¿qué le pasó a Elpidia, si era una mujer sana?
El médico Arturo Méndez, con la mirada profunda, puso las manos sobre los hombros de Alfredo:
–La paciente sufrió dos infartos agudos al miocardio, tras una espantosa impresión, el primero en el instante traumático y el otro, como una secuela. Fue la causa de su prematura muerte. Por lo que me contó Elpidia acerca de lo que pasa aquí, yo que usted, mejor me cambiaba de residencia.
Y de la nada se apareció la señora Blavatsky, hizo una mueca y con las manos en alto:
–Invoco a los espíritus y también los desaparezco. Tengo todo bajo mi poder, basta con llamar a mi protector y Elpidia nunca me hizo caso, por eso la espantaron. Deben marcharse.
La escena provocó que Alfredo de inmediato se mudara con su familia a otra vivienda. Lo anterior coincidió con el casorio de Lamberto, su serenidad me recordaba a Job, conocido en la tierra de Abraham, el hombre hasta me desesperaba. A la sazón me fui a recorrer la tierra, a personificarme en las tecnologías de la humanidad, con frecuencia me daba mis vueltas, más cuando me invocaba la señora Blavatsky.
Capítulo II
Don Pedro me presta la planta alta del castillo para que me venga a vivir tranquilo con María Luisa, mi esposa. Aceptamos, aunque escucho algunos antecedentes de espantos sobre el sitio, pero lo confieso, no soy prejuicioso.
Lo extraño no es que los peldaños de la escalera del castillo crujan cuando alguien sube o baja, pero en la media noche se oyen pasos que suben sin llegar a su fin, como en un eterno ascender. También ruidos escandalosos sin que alguien los provoque. María Luisa es nerviosa y cuando escucha las pisadas, le invade el susto, siempre se queja. Pero trato de serenarla.
–No te preocupes, cariño, ya recorrí el edificio y todo está bien.
En una mecedora de la sala, contemplo las copas de los naranjos, el árbol de moras y más arriba una niebla de nubes esponjosas, donde tres bandadas de seis patos negros vuelan hacia mí. ¡Ah qué! forman el número 666, bajan al lago, no se lo contaré a María Luisa. «¿Ahora cómo le haré, para que no se espante en las noches cuando, se oigan las pisadas? ¡Ya sé! Le diré que son los patos, que suben y bajan las escaleras».
Pasan los días y otra vez mi esposa está temblando y me insiste:
–Me siento más segura cuando voy al mandado, aquí, escucho los chirridos sisiantes de las brujas que se arremolinan en el árbol de moras, aletean en la ventana. También me asusta la presencia de la señora Blavatsky. Me late el presentimiento que la señora es nahual, aunque durante el día atiende a su clientela, en la noche se desfigura y desaparece. Por cierto, me aconsejó:
–Cuídate el embarazo y en las noches ponte unas tijeras en forma de cruz, pues los demonios te quieren malograr, fue como se llevaron a Elpidia. Luego Blavatsky se echó una carcajada.
Preocupado con lo que me dijo María Luisa, regreso a la mecedora: «qué extraño, pues da la casualidad que los 31 y otros días considerados aciagos, dicen que las brujas se reúnen en sus aquelarres, también la señora Blavatsky se esfuma y amanece con el cuerpo lleno de moretones, tal vez chupada por Satanás.
–«Eres paciente como Job, de ninguna manera seré apático contigo, no permitiré que el enemigo malo te haga daño. En una terrible lucha lo confiné a este mundo humano. A los hombres les di libertad con un decálogo para que apliquen su libre albedrío. Tolero todo el mal que causa: sufrimientos, injusticias, muerte, porque en un encuentro de fuerzas, me da presencia, somos como las dos caras de una moneda, si no fuera por su sombra, ¿cómo comprenderían que soy el que soy».
–« ¡Ja ja ja!, cree, que me venció. Se imagina superior a mí. Si la lucha aún no termina, por eso huye, por más que lo invoquen, se esconde. En cambio, yo estoy aquí presente, me palpan en sus ardores. Soy el único que domina, el que prevalece en el mundo. Por mí los hombres padecen las pasiones, venzo en cada momento de su existencia. Reparto las desgracias, guerras, hambre, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, siempre predomino y Él no puede hacer nada por más que le rueguen.
–«Está escrito que no tentaréis a Jehová como lo hicieron los hijos de Israel en Masah, donde necesitaban agua y dudaron de mi presencia, entonces Moisés golpeó una roca y surgió el agua.
–«¡Son excepciones! Eres indiferente al permitir males gratuitos que bien puedes evitar. Entonces, la tierra es mía, me pertenece, sembraré el terror y haré lo que yo quiera. Soy el amo del mundo ja ja ja.»
–Despierta, Lamberto. Te llaman de la casa grande. Se organizó la fiesta de quince años de Georgina, la hija de don Perfecto Domínguez, el amigo de don Pedro, que será el próximo alcalde. Y tu madrina, la señora de Domínguez, quiere que te hagas cargo de la cantina.
Ahora regreso de la fiesta cerca de las cinco del amanecer empapado por la lluvia y alumbrado solo por los relámpagos. ¡Oh, que terrible sorpresa!, está mi esposa hecha un mar de lágrimas, entonces la tomo en mis brazos, mientras me cuenta:
–A media noche oí ruidos en la escalera. Los barullos llegaban hasta la sala, los ruidos los escuchaba claritos, oí que rechinaron los resortes del tambor como si alguien se acostara.
Aparento serenidad y le contesto.
–Han de ser los patos, ya sabes que la escalera tiene unos peldaños astillados y rechinan al pisar, ¿y qué hiciste?
–Creí que llegaste algo tomado. Me alumbré con el quinqué de petróleo. La puerta estaba abierta y el colchón aplanado, pero no había nadie encima. Ya con miedo, me dirigí a nuestra pieza, pero al pasar por la sala, la mecedora se balanceaba sola, como si alguien estuviera aplastado. Por la ventana vi el castillo uno, salían destellos de lumbre y se derrumbaba. Oí unos gritos largos que se me afiguraron exclamaciones. Me encerré y me tapé con las cobijas. Al rato escuché que azotaban las puertas, como si alguien tratara de abrir a empujones nuestra pieza. Empecé a rezar: “del enemigo malo, líbranos, señor”. Fue cuando llegaste. Aquí habita el maligno, lo percibo hasta en las paredes. Ya vámonos de aquí.
Abracé a mi esposa: «que extraño, la señora Blavatsky no está. ¿Son los fantasmas o un ser diabólico?».
Mi esposa ya no halla la hora en que amanezca para mudarnos y sin encontrar la forma de cómo consolarla. Por más que le digo:
–Mira no pasa nada, es tu imaginación, solo son fuegos fatuos.
De pronto, escucho que truenan los peldaños de la escalera, las ventanas se abren solas y entra un fuerte viento, la mecedora se mueve, las puertas se azotan, se escuchan aullidos y voces extrañas: – ¡ay, por piedad ya no me pateen! -, ruidos como si alguien rebotara en la escalera y unas carcajadas. Aunque no hay luz por el corte eléctrico, me armo de valor, salgo del cuarto, inflo los pulmones y grito:
–¡Hijos de María Morales, que chingaos pasa aquí!
Recorro la casa, cuarto por cuarto, me asomo en todos los rincones «qué raro, parece que se mudó la vecina. Un espectro se mece debajo de la escalera». Sin esperar más, enseguida nos cambiamos de vivienda.
Capítulo III
Después de recorrer el mundo y causar el mayor número de males, regresé en la noche como león rugiente, buscando a quien devorar. Al revolotearme en el castillo, vi debajo de la escalera colgada a la señora Blavatsky, se mecía a manera de péndulo, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados que le brillaban con los destellos de los relámpagos. Luego desaparecía y volvía aparecer, fue cuando me la llevé conmigo y mis siervos transfigurados me seguían en vuelo, cual veloces saetas.
Ahora, con mi nuevo invento, el chat de inteligencia artificial les preciso que el terror persiste en la escalera siniestra del castillo de Rioverde. Las historias macabras y los sucesos inexplicables atormentan todavía a los valientes que se aventuran a adentrarse en los oscuros pasillos donde atormento a las ánimas malditas.
Después, una familia fuereña decide alquilar una parte del castillo para establecer su hogar, son los Gordoa, conocidos por su riqueza y extravagancias. Ignorantes de los relatos de espantos que circulan en el pueblo, creen que es el lugar perfecto para comenzar una nueva vida. Sin embargo, pronto se dan cuenta de que no están solos.
Por las noches, la escalera comienza a crujir de manera escalofriante. Se escuchan pasos que suben y bajan sin cesar. Incluso, cuando no hay nadie presente. Las luces parpadean y los objetos se mueven por sí solos. Los residentes de la casa son testigos de sombras que se deslizan por los pasillos y sienten una presencia maligna que los acecha en cada rincón.
La señora Blavatsky, la bruja, aparece en el castillo como persona normal, es señalada como la responsable de las manifestaciones sobrenaturales. Su figura misteriosa y rituales oscuros, hacen que muchos la teman y crean que me invocan. Sin embargo, niega cualquier trato conmigo y acusa a otras entidades oscuras que habitan en el castillo.
A medida que los días pasan, la tensión aumenta. La familia se siente cada vez más amenazada y aterrada por lo que ocurre en su nuevo hogar. Intentan buscar respuestas y soluciones, pero los sucesos paranormales se intensifican y parecen imparables. Los patos negros, mis súbditos, vuelven habitar en el lago del castillo, parecen estar conectados de alguna manera, vuelan en formaciones extrañas, portan un mensaje terrorífico.
La familia decide abandonar la casa. El miedo y la angustia se han vuelto insoportables. Empacan sus pertenencias y se marchan, dejan atrás el castillo y su escalera. Pero el recuerdo del lugar maldito, los persigue en sus pesadillas. Les recuerda que algunas fuerzas oscuras, son difíciles de controlar. Hay lugares en los que el mal parece encontrar refugio.
Hasta el día de hoy, el castillo de Rioverde y su escalera siniestra permanecen envueltos en el misterio y leyendas de terror. Quienes se atreven a acercarse a sus terrenos, sienten una presencia maligna y escuchan los crujidos escalofriantes que anuncian la llegada del mal. Es un recordatorio de que hay lugares en el mundo donde el velo entre lo humano y lo sobrenatural se desdibuja. Parece que los espíritus negativos encuentran un hogar. (Con datos de Lamberto Olivo).